Este Búho siente pena por la muerte del violinista Máximo Damián. Recuerdo que el año pasado vi emocionado la película del peruano Javier Corcuera: Sigo siendo. El eslogan de ese documental decía: ‘La música te hace vibrar por dentro’. Fue el músico preferido del escritor andahuaylino José María Arguedas. Si no me equivoco, llegaron hasta la casa donde vivió el novelista, castigada por el abandono y los recuerdos poco gratos de su infancia. Pero las tristes y hermosas melodías serranas me conmovieron. Son las voces de Magaly Solier, Sila Illanes, la danzante de tijeras ‘Palomita’, acompañadas nada menos que del eximio guitarrista Raúl García y el charanguista Jaime Guardia, quienes llegaron desde Europa para evocar al autor de ‘Los ríos profundos’. Una plaza del pueblo llena de sencillas comuneras y niños chaposos son testigos de ese concierto épico. Comentaba esto, porque este columnista es admirador del entrañable novelista. Me da pena que muchos chicos no sepan ni quién es, pero sí están metidos todo el día en Twitter y Facebook. Ingreso al túnel del tiempo. Cuando estaba en el colegio cayó en mis manos un ejemplar de ‘Los ríos profundos’. Esta novela autobiográfica ambientada en Abancay me enseñó el otro Perú, el que yo no conocía, el de la sierra, escenario de las injusticias más terribles. Lima era todo mi mundo. Arguedas me abrió los ojos. Otros peruanos, los indios, eran tratados peor que animales por terratenientes y gamonales. La novela cuenta mucho de la sufrida niñez del escritor, que originó la grave depresión que lo llevó al suicidio cuando tenía 58 años, la edad de la plenitud en los intelectuales. Perdió a su madre cuando solo tenía 3 años, y ese lamentable suceso marcaría su vida para siempre.  

Su padre era un abogado itinerante que lo llevaba por la sierra, mientras litigaba, pero se casó con una terrateniente y lo dejó al cuidado de esta en su hacienda. “Una hacienda que todavía tenía el sistema de los siervos, y los indios pertenecían a la hacienda exactamente como los otros animales; el dueño de la hacienda podía disponer de ellos, de la vida de sus siervos”, contó José María en una entrevista en Lima, en agosto de 1966, a Christian Chester, profesor de la Universidad de Texas A&M. “Yo pasé todo el tiempo con la servidumbre indígena, porque mi madrastra tenía hijos a los cuales prefería mucho. Y entre estos, uno era el verdadero amo del pueblo. Era un típico gamonal, de los que no existen ahora, sino en muy pocos lugares del país. Él no era autoridad, no era alcalde, no era gobernador, pero tenía la llave de la cárcel y podía meter preso a quien le diera la gana, o golpear a quien le diera la gana. En fin, era un pequeño señor absoluto. Y a mí me trataba muy mal…”, añadió Arguedas en la conversación con Chester, recordando los infaustos días de su niñez. La crueldad de la madrastra era tal que el escritor jamás olvidaría lo que sufrió. “Yo fui un verdadero protegido de los indios, como estaba tan maltratado como ellos, a pesar de que era hijo de un señor (…) Yo tendría entre cinco y nueve años. Dormía en la cocina, sobre una batea muy grande que servía para amasar pan, sobre unos pellejos. Allí dormía y le servía al señor, que era el hijo mayor de la casa. Le traía sus caballos del campo, luego cuidaba a los becerros, traía leña en la mañana de la montaña para la cocina (…) Yo sentía un inmenso amor por los indios, porque ellos me dieron también toda su protección paternal, maternal, y aprendí los cantos de ellos, los juegos de ellos…”. La infancia marcó su vida adulta, pero eso será motivo de otra columna. Ahora Máximo Damián está en el cielo a su lado. Apago el televisor.

Tomado de Trome.

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